El lenguaje escrito tiene una particularidad, que
dependiendo de quién y cómo el autor logre hacer danzar las palabras, causa un
vaivén en éstas, siempre haciéndolas perdurables o no en la memoria.
Y aun cuando en mi memoria quedó el registro de la
abrupta manera con que mi madre me acercó a la lectura, (como clavar la punta
de un lápiz en mi mano, por no saber canalizar su frustración al no entender
las palabras del libro que me enseñaba), eso no hizo mella en la frenética
curiosidad con que nací.
Entre el “mi ma-má me a-ma”, y la “La Biblia para niños”
hubo un sinfín de preguntas en mi cabeza, las cuales nadie en casa sabía o
podía contestar. Y ahí, en el estante sagrado llamado biblioteca, se encontraban
unos libros... estaban prohibidos, (¡no los fuera a romper!), y como luces de
neón que atraen a las moscas, me permití enceguecer entre sus páginas,
fantasear con cada título y responder a todas mis incógnitas.
Cuando mi madre en una conversación se dio cuenta que ya
había leído novelas que se encontraban en el estante, como “Tiburón” de Peter
Benchley o “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway, solo miró la huella que
dejó la punta del lápiz en mi mano derecha y depositó en ella una nueva novela;
fue cuando realmente entendí el verdadero significado de esa frase de la
primera lección de “Coquito”.
Durante mi existencia, la lectura me ha ayudado a darle
nombre a todo lo que rodea mi universo, ha llorado con mis lágrimas y ha
sonreído en mis alegrías, pero más que todo me ha ayudado a entender la vida.
Y, ¡me falta tanto por leer!...