sábado, 21 de junio de 2014

Los contrastes y la actitud ante la vida

Cuando analizo mi vida en retrospectiva me percato que lo que he vivido hasta ahora es lo que he debido vivir.  Sin un ápice de resentimiento ni de quejas, me siento muy agradecida de lo que ha rodeado mi existir.

Recuerdo que mi crianza fluyó en una zona humilde de una urbe descontrolada en muchos sentidos y en un hogar reflejo de ese descontrol, solo matizado con imposibles fantasías, las cuales sirvieron como tabla de salvación para sobrevivir.

La ciudad en cuestión no ha cambiado en muchos aspectos, y quizás yo tampoco... las fantasías aún sobreviven en mi gigantesca imaginación, pero mi realidad con respecto a la infancia vivida es otra _algo que también debo agradecer_.

Viví grandes contraste desde los primeros años. Mis padres eran totalmente distintos, como el agua y el aceite... pero de eso escribiré en otra ocasión. En esta oportunidad, concentraré mi enfoque en las diferentes vistas que tenían las ventanas del apartamento en el que me críe y, que sin darme cuenta, me dieron la oportunidad de observar y encontrar la actitud correcta ante la vida.

Al asomarme a la ventana de mi habitación observaba un mundo de carencias, dolor y un oscuro abismo creado por la ignorancia. Quizás mis ojos aún muy tiernos, exteriorizaba lo que día a día palpitaba en mi propio hogar. Eso tendría que analizarlo luego, pero lo que si era cierto y tangible era la marginalidad de ese cerro que casi podía tocar con mis manos, la insalubridad de sus destartaladas viviendas y el evidente desparpajo de sus habitantes al hacer allí su diario vivir.

Si miraba por la ventana del comedor del mismo apartamento, era un mundo muy distinto y casi irreal, contrastando con el paisaje que veía desde mi habitación.
Desde esa otra ventana y con la majestuosidad que permite un décimo cuarto piso, podía pasar horas observando una desconocida y aun  así, amada ciudad. Techos, parques, edificios, todo me parecía amplio, hermoso, mágico y sobre todo posible. Sí, me hacía sentir que todo era posible.

No sé si era la amplitud de la ventana misma, o si por el contrario, se trataba más bien de la amplitud de la vista como tal, pero la libertad que experimentaba al mirar a través de esa ventana no la obtenía cuando observaba a través de la otra.

Era un contraste desgarrador. La vista desde mi habitación me haría ver un mundo plagado de incertidumbres, de escaleras interminables, de hacinados recovecos con personas llenas de desafíos a cada minuto, debatiéndose entre la basura y el olvido de quienes le habían prometido una mejor gerencia de los recursos de esa parte de la ciudad.
Muy por el contrario, la otra ventana me ofrecía imaginar muchos mundos en cada rincón de esa inmensidad llamada Caracas, que allí casi casi estaba a mis pies. Dejaba volar mi imaginación y no ofuscaba mi alegría por la vida.

Aunque en ambas ventanas me inspiraba, la naturaleza de mis oraciones era distinta. En una le pedía a Dios que no se olvidara de las luchas de mis vecinos, de las cuales era testigo desde allí, y en la otra, daba las gracias por permitirme ver de cerca el vuelo de las aves...

No fue sino hasta no hace mucho, que entendí que vivir en ese edificio con esa ubicación en específico, fue un privilegio, porque sus ventanas me mostraron contrastes tan marcados, que moldearon mi actitud ante la vida, otorgándome así, una licencia para observar y decidir cómo hacerlo, sin sentir lástima por mí misma ante ninguna circunstancia. Aprendí que los contrastes vistos desde una perspectiva equilibrada no hacen más que hacerte inmejorable la vida.

@yosmarherrera