Cuando analizo mi vida en retrospectiva me percato que lo
que he vivido hasta ahora es lo que he debido vivir. Sin un ápice de resentimiento ni de quejas, me siento muy agradecida de lo que ha rodeado mi
existir.
Recuerdo que mi crianza fluyó en una zona humilde de una
urbe descontrolada en muchos sentidos y en un hogar reflejo de ese descontrol,
solo matizado con imposibles fantasías, las cuales sirvieron como tabla de
salvación para sobrevivir.
La ciudad en cuestión no ha cambiado en muchos aspectos, y
quizás yo tampoco... las fantasías aún sobreviven en mi gigantesca imaginación,
pero mi realidad con respecto a la infancia vivida es otra _algo que también
debo agradecer_.
Viví grandes contraste desde los primeros años. Mis
padres eran totalmente distintos, como el agua y el aceite... pero de eso
escribiré en otra ocasión. En esta oportunidad, concentraré mi enfoque en las
diferentes vistas que tenían las ventanas del apartamento en el que me críe y,
que sin darme cuenta, me dieron la oportunidad de observar y encontrar la
actitud correcta ante la vida.
Al asomarme a la ventana de mi habitación observaba un
mundo de carencias, dolor y un oscuro abismo creado por la ignorancia. Quizás
mis ojos aún muy tiernos, exteriorizaba lo que día a día palpitaba en mi propio
hogar. Eso tendría que analizarlo luego, pero lo que si era cierto y tangible
era la marginalidad de ese cerro que casi podía tocar con mis manos, la
insalubridad de sus destartaladas viviendas y el evidente desparpajo de sus
habitantes al hacer allí su diario vivir.
Si miraba por la ventana del comedor del mismo
apartamento, era un mundo muy distinto y casi irreal, contrastando con el
paisaje que veía desde mi habitación.
Desde esa otra ventana y con la majestuosidad que permite
un décimo cuarto piso, podía pasar horas observando una desconocida y aun así, amada ciudad. Techos, parques, edificios,
todo me parecía amplio, hermoso, mágico y sobre todo posible. Sí, me hacía
sentir que todo era posible.
No sé si era la amplitud de la ventana misma, o si por el
contrario, se trataba más bien de la amplitud de la vista como tal, pero la
libertad que experimentaba al mirar a través de esa ventana no la obtenía
cuando observaba a través de la otra.
Era un contraste desgarrador. La vista desde mi
habitación me haría ver un mundo plagado de incertidumbres, de escaleras
interminables, de hacinados recovecos con personas llenas de desafíos a cada
minuto, debatiéndose entre la basura y el olvido de quienes le habían prometido
una mejor gerencia de los recursos de esa parte de la ciudad.
Muy por el contrario, la otra ventana me ofrecía imaginar
muchos mundos en cada rincón de esa inmensidad llamada Caracas, que allí casi
casi estaba a mis pies. Dejaba volar mi imaginación y no ofuscaba mi alegría
por la vida.
Aunque en ambas ventanas me inspiraba, la naturaleza de
mis oraciones era distinta. En una le pedía a Dios que no se olvidara de las
luchas de mis vecinos, de las cuales era testigo desde allí, y en la otra, daba
las gracias por permitirme ver de cerca el vuelo de las aves...
No fue sino hasta no hace mucho, que entendí que vivir en
ese edificio con esa ubicación en específico, fue un privilegio, porque sus
ventanas me mostraron contrastes tan marcados, que moldearon mi actitud ante la
vida, otorgándome así, una licencia para observar y decidir cómo hacerlo, sin sentir
lástima por mí misma ante ninguna circunstancia. Aprendí que los contrastes
vistos desde una perspectiva equilibrada no hacen más que hacerte inmejorable
la vida.
@yosmarherrera
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