domingo, 1 de julio de 2012

Del verbo amar


¿Alguna vez han escuchado que una madre lo es antes de tener un hijo?  Creo que a mí me sucedió. Desde niña, no podía ver en cualquier parte un bebé sin que pudiera ceder a la tentación de acercarme y tratar de acariciarlo, sin que esto de alguna manera molestara o incomodara a su mamá. La ternura que irradia un pequeño ser humano es tan infinita – pienso yo- que nada se le compara. Mi madre me regañaba cada vez que yo quería agarrar los piececitos de un pequeñín desconocido.
Quizás dirán que podía darle todo ese cariño a las muñecas, pero era algo extraño en casa poder tocar el juguete ícono de las niñas, porque no estaban a mi alcance, literalmente; mi madre las colocaba en lo alto de una pared como si se tratara de un cuadro en 3D a la cual solo se le podía ver de lejos pero no jugar con ellas.

Jugué con carritos y patinetas, legos y tacos, pero eran objetos sin ninguna característica particular que lo hicieran parecer otro ser humano, por lo que no podía darle besos y abrazos. Tenía  a mis hermanitas, pero se movían mucho y no se dejaban mecer como bebés…

Cuando llegó mi hermanito a casa fue mi bendición, pero a quien asignaron la tarea de cambiarle los pañales y darle el biberón fue a una de mis hermanas y no a mí, yo tenía otras tareas, como salir a trabajar. Contaba para aquel entonces si  mal no recuerdo con 13 años, aunque ya lo hacía desde los 10 u 11, sólo que no fue sino hasta esa edad que entendí lo que implicaba una serie de responsabilidades con respecto a un hogar.

Recuerdo que soñaba despierta que era una princesa y que pronto llegaría mi príncipe azul, y lo más importante pronto llegarían los pequeños príncipes a un hogar cálido y lleno de mucho amor, para vivir por siempre felices.  No es que no contara con un hogar,  yo tenía un hogar, pero el amor que nos brindábamos era  solo entre las princesas que parecíamos más cenicientas… mis hermanas y yo nos encargábamos de un castillo abandonado por un rey  que tras el divorcio de su reina le importó poco lo que sucediera puertas adentro y fue en la búsqueda de su propia felicidad construyendo otro castillo muy lejos.

En nuestro diminuto  reino, la reina se comportó como una arpía con las princesas, las cuales trataron siempre de protegerse entre sí y proteger al pequeño príncipe  de los maltratos físicos y psicológicos a los que día a día eran sometidos cada uno de manera sistemática.

Aún en la transición de niña a mujer en esas circunstancias, no perdí nunca  la capacidad de soñar y mucho menos  la de amar.  Y aunque me fascinaran los bebés, pronto entendí que eso de ser madre a los 15 como la Virgen María, no me iba a ayudar a obtener más amor ni mejoraría  la economía doméstica, al contrario, ya a bastantes sacrificios alimenticios estábamos sujetos en casa.

Esperé a que realmente tuviera la capacidad de diferenciar un cuento de hadas de la realidad, o por lo menos eso creí.  Cuando me casé, aún era muy joven y casi de inmediato mi instinto maternal dio rienda suelta a la naturaleza; ¡por fin había llegado el momento de tener mi propio bebé! El cual nadie me diría si podía o no, besarle sus pies, abrazarlo y amarlo con toda mi alma.

Y luego busqué otro. Y así, ya tenía dos pequeñitos hermosos, dos seres humanos que salieron de mí, que los amaba desde antes de ser creados.
Con el tiempo olvidé las carencias del antiguo castillo. Aprendí la conjugación en presente del verbo amar, recibiendo en mi corazón el amor de mis propios principitos. Soñando despierta como la reina de un castillo que se renueva cada día, no con achacosos rencores, sino con amor del bueno.


Hoy en día, al ver un bebé igual quedo extasiada y con ganas de querer besar sus piececitos, pero ya me sé contener. Voy a casa y abrazo y beso a mis príncipes  que ya son más altos que yo y siento que si el día contara con más horas, tendría más horas para conjugar ese verbo tan maravilloso que es amar.



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