¿Alguna vez han escuchado que una madre lo es antes de tener
un hijo? Creo que a mí me sucedió. Desde
niña, no podía ver en cualquier parte un bebé sin que pudiera ceder a la
tentación de acercarme y tratar de acariciarlo, sin que esto de alguna manera
molestara o incomodara a su mamá. La ternura que irradia un pequeño ser humano
es tan infinita – pienso yo- que nada se le compara. Mi madre me regañaba cada
vez que yo quería agarrar los piececitos de un pequeñín desconocido.
Quizás dirán que podía darle todo ese cariño a las muñecas,
pero era algo extraño en casa poder tocar el juguete ícono de las niñas, porque
no estaban a mi alcance, literalmente; mi madre las colocaba en lo alto de una
pared como si se tratara de un cuadro en 3D a la cual solo se le podía ver de
lejos pero no jugar con ellas.
Jugué con carritos y patinetas, legos y tacos, pero eran
objetos sin ninguna característica particular que lo hicieran parecer otro ser
humano, por lo que no podía darle besos y abrazos. Tenía a mis hermanitas, pero se movían mucho y no
se dejaban mecer como bebés…
Cuando llegó mi hermanito a casa fue mi bendición, pero a
quien asignaron la tarea de cambiarle los pañales y darle el biberón fue a una
de mis hermanas y no a mí, yo tenía otras tareas, como salir a trabajar. Contaba
para aquel entonces si mal no recuerdo
con 13 años, aunque ya lo hacía desde los 10 u 11, sólo que no fue sino hasta
esa edad que entendí lo que implicaba una serie de responsabilidades con
respecto a un hogar.
Recuerdo que soñaba despierta que era una princesa y que
pronto llegaría mi príncipe azul, y lo más importante pronto llegarían los pequeños
príncipes a un hogar cálido y lleno de mucho amor, para vivir por siempre felices. No es que no contara con un hogar, yo tenía un hogar, pero el amor que nos brindábamos
era solo entre las princesas que parecíamos
más cenicientas… mis hermanas y yo nos encargábamos de un castillo abandonado
por un rey que tras el divorcio de su
reina le importó poco lo que sucediera puertas adentro y fue en la búsqueda de
su propia felicidad construyendo otro castillo muy lejos.
En nuestro diminuto reino, la reina se comportó como una arpía con
las princesas, las cuales trataron siempre de protegerse entre sí y proteger al
pequeño príncipe de los maltratos
físicos y psicológicos a los que día a día eran sometidos cada uno de manera sistemática.
Aún en la transición de niña a mujer en esas circunstancias,
no perdí nunca la capacidad de soñar y
mucho menos la de amar. Y aunque me fascinaran los bebés, pronto entendí
que eso de ser madre a los 15 como la Virgen María, no me iba a ayudar a
obtener más amor ni mejoraría la
economía doméstica, al contrario, ya a bastantes sacrificios alimenticios estábamos
sujetos en casa.
Esperé a que realmente tuviera la capacidad de diferenciar
un cuento de hadas de la realidad, o por lo menos eso creí. Cuando me casé, aún era muy joven y casi de
inmediato mi instinto maternal dio rienda suelta a la naturaleza; ¡por fin
había llegado el momento de tener mi propio bebé! El cual nadie me diría si podía
o no, besarle sus pies, abrazarlo y amarlo con toda mi alma.
Y luego busqué otro. Y así, ya tenía dos pequeñitos hermosos,
dos seres humanos que salieron de mí, que los amaba desde antes de ser creados.
Con el tiempo olvidé las carencias del antiguo castillo.
Aprendí la conjugación en presente del verbo amar, recibiendo en mi corazón el
amor de mis propios principitos. Soñando despierta como la reina de un castillo
que se renueva cada día, no con achacosos rencores, sino con amor del bueno.
Hoy en día, al ver un bebé igual quedo extasiada y con ganas
de querer besar sus piececitos, pero ya me sé contener. Voy a casa y abrazo y
beso a mis príncipes que ya son más
altos que yo y siento que si el día contara con más horas, tendría más horas
para conjugar ese verbo tan maravilloso que es amar.
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